miércoles, 6 de enero de 2010

Retratos y postales literarias


La niña y el columpio - El equipaje del Viajero de José Saramago.

Llevaron a la niña al columpio y la dejaron sola. No era uno de esos jueguetes vulgares de jardín, con sólida armadura de hierro y breve oscilación pendular. Tenía dos cuerdas altísimas que se perdían en las nubes, y por ellas subían trepadoras floridas. Había siempre flores que se abrían y otras que se marchitaban, de manera que parecía que las cuerdas tuviesen vida. El asiento era un tablero de oro y, como era alto, se subía a él por cuarenta escalones de espuma. Al rededor de todo esto, había mucho silencio y un círculo ininterrumpido de aves blancas.

La niña empezó a subir la escalera, peldaño a peldaño, y cuando llegó al último y agarró las cuerdas, hubo una gran vibración musical. Se sentó en la tabla de oro, y en el mismo instante los escalones desaparecieron en grandes flecos que un viento súbito se llevó lejos, al tiempo que las aves descendían hasta el suelo transformadas en palabras de despedida. La niña miró alrededor: el horizonte era circular, como de costumbre, y se veían en la distancia vagas ciudades que crecían lentamente y a veces desaparecían: porque el tiempo, allí en el columpio, los siglos tenían otra dimensión y los siglos cabían en minutos. Es un gran misterio que no se explica.

Los columpios se hicieron para columpiarse. La niña empezó a oscilar levemente, un poco aturdida por la altura. Estaba suspendida entre el cielo y la tierra, sostenida sólo por una tabla de oro y por dos cuerdas que nadie sabía de dónde estaban sujetas. Lentamente, el arco se fue haciendo mayor, y la niña ayudaba haciendo esos movimientos que todos los niños aprenden, o que ya sabían antes, cuando los llevan al columpio. Ahora había desaparecido el vértigo de la altura y había sido sustituido por la confusa sensación de miedo y de victoria que acompaña al cuerpo en los aires. Cuando la chiquilla era lanzada hacia arriba, sólo veía el cielo profundo y azul: gritaba de alegría y de asombro, de miedo también. Después, al llegar el impulso
al fin, caía de lo alto, describía una amplia curva, y era la tierra lo que aprecía ante sus ojos, verde y amarilla, y negra, y también azul, porque desde allá arriba se veía muy bien el mar. Y en ese ir y venir, lanzaba destellos la tabla de oro, y el pelo de la niña, suelto y leonado, era como una bandera o una antorcha. Y reía la niña porque eran suyos el cielo y la tierra, unas veces uno, otras la otra, porque iba sentada en un colimpio y las cuerdas del columpio eran floridas, aunque, como dicho queda, algunas fllores se desprendiesen: caín en espiral como si se bajaran por una ancha escalinata hasta las profundidades del suelo. Y cada vez caín más flores, tantas que, por fin, las cuerdas quedaron desnudas y ásperas. Al mismo tiempo, el movimiento del balancín se fue haciendo más breve, hasta que las cuerdas se convirtieron en dos columnas rígidas, verticales, definitivamente inmóviles. La niña intentó aún moverlas, hizo todos los gestos necesarios: imposible.

Una niebla densa empezó a alzarse del suelo. Las ciudades se ocultaron tras de él, y los campos, y el mar. Ya no había cielo azul. Era todo una espesa y húmeda nube por la que pasaban murmullos y voces antiguas. La niña temblaba de frío. No tenía miedo, sólo frío. Tendió los pies en busca de los peldaños y no había peldaños. Entonces, se dejó ir de su tabla y cayó. Cayó lentamente, como en sueños, un poco triste y cansada.

Cuiando llegó al suelo quedo encorvada como un animalito o como la piel de un fruto. La niebla empezó a disiparse lentamente, enrollándose en volutas desflecadas. Entre ellas, rompían los rayos del sol. Y, de repente, desapareció. La niña miró hacia arriba. El columpio estaba allí, mucho más alto que antes, con su tabla de oro y
las cuerdas florecidas. Pero no había peldaños.

Entonces, la niña se sentó y esperó. Junto a ella se abría una rosa con la paciencia del tiempo recordado. La niña aproximó su rostro a la flor terrestre y permaneció allí a la espera de que fueran a buscarla, porque era niña y tenía el anhelo de otra mano en la suya.